17.11.08

Sesetitrés horas y una reconciliación


Fue un fin de semana tan pesado. Sentía las horas encima de mí y cada segundo parecía una eternidad. Busqué salir de casa, ver gente y mantener mi mente ocupada, aunque sea por unos minutos, para no pensar. Claro, esto resultaba un poco en vano, porque, lo que había pasado, estaba incrustado en cada célula de mi cuerpecito y eso me hacía pensarlo aun más. Además, el hecho de saber que estaba a varios cientos de kilómetros lejos de mí, me hacía casi enloquecer.

El viernes salí con mis amigos por la noche. El sábado almorcé con ellos y luego fui a casa de Chiara; nos fuimos por un pastel a San Antonio, tratando de evitar las avenidas grandes porque, según ella, podía haber "batidas" y la muy lorna todavía no saca su brevete. Ayer domingo tuve un almuerzo con mi papá y mi hermano, y terminamos almorzando en un chifa. La verdad, no se me antojaba nada... el nudo que se había apoderado de mi garganta -y de todo mi tracto estomacal- me impedía tener un buen antojo y atragantarme un Combinado o un rico Chi Jau Kay.

Las horas fueron pasando lentamente ayer domingo y, cuando eran casi las siete de la noche, recibí una llamada: era la personita a la cual le había fallado un par de días atrás. Quedamos en conversar ayer mismo y, como por arte de magia, mi instinto femenino hizo que me sintiera más tranquila que nunca en este fin de semana de horror y empecé a sentir que realmente todo se iba a arreglar en un par de horas.

Llegué a casa, me di un duchazo, me cambié de ropa y me eché esa colonia de vainilla que a él tanto le gusta. Lo esperé y, como lo habíamos pactado, a las 11 de la noche abrió la puerta. Yo salí a recibirlo y me dio el más tierno abrazo, un abrazo por el que había esperado exactamente –y sin mentir- 63 horas. Pasado los minutos, y luego de arreglar las cosas, me dio un beso que hizo estremecer cada una de aquellas células que lo habían pensado, extrañado y llorado durante ese cúmulo de horas, que más bien parecían un millón...

Qué cosa para más increíble es la sensación de la reconciliación y todo lo que puede abarcar. Me sentí tan bien de saber que esto que sentimos es más fuerte que cualquier cosa y una vez más comprobé que, así él no sea una melcocha humana, de una u otra manera me hace sentir –y entender- todo lo que siente por mí. Hoy me siento feliz como siempre lo soy con él, tan contenta que solo reía cuando me llamó por teléfono hace unos momentos. No me preguntes por qué. Tú lo sabes.

Bienvenido de vuelta a casa, Chinito.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Qué opinas?