25.5.12

Ese sobrenombre que se convirtió en amor


Capulí. Cada vez que mi madre pronunciaba esa palabra, se escarapelaba el cuerpo. Ese era el nombre con el que designaba mi color de piel, porque no soy ni totalmente blanca como ella, ni negra, ni chola, ni serrana, ni zamba... Soy color capulí.

Por lo general, mi madre me mandaba a hacer ropa, cosa que demandaba ('lógicamente') sendas visitas a la costurera, visitas que me tenían hinchada. La dichosa mujer vivía en La Perla, en el otro extremo de la ciudad, y eran horas de horas que me pasaba sentada viendo televisión (sin cable) o jugando con los adornitos que la señorita tenía en su sala, hasta que se dignaran a dejar de parlotear.

Previamente a las visitas a la bendita costurera, teníamos que
ir en busca de las telas. Íbamos o al mercado de Jesús María, o al de Lince, o al de Magdalena (a la tienda del señor Marino, esposo de la señora Marina). Mi madre señalaba los rollos de tela y se los bajaban; acto seguido, los acercaba a mi cara "para ver si es un color que te levanta y te asienta, hijita". Obvio, yo no podía usar cualquier color, tenían que ser fuertes: fucsia, naranja, turquesa... porque sino, mi madre pegaba el grito en el cielo (nada podía hacer que se me viera más oscura).

Y sí, no solo era con la ropa, también con los
millones de ganchos, moños y vinchas que me ponía en la cabeza para que se me viera menos capulí en todo momento; me sentía empacada y coronada con un lazo de regalo, y no olviden que además de los adornos de la cabeza, los colores estridentes de mi ropa hacían también lo suyo.

De pronto, y antes de que me diera cuenta, ese sobrenombre que me puso la cruz encima, se convirtió en algo lindo. No sé si él se dio cuenta de lo horrible que había sido para mí ser catalogada dentro del rango 'color capulí'. No sé si simplemente se le ocurrió llamarme así porque quizá le pareció bonito. No sé, nunca le he preguntado, pero
cada vez que me llama por teléfono y me dice "hola, mi capulí", se me encoge el corazón.

Me imagino que a él también se le debe encoger el corazón cada vez que se ve al espejo y mira ese
tatuaje que se hizo en el pecho, al lado izquierdo: un capulí en fruto, y una flor de capulí. Me gusta ver ese tatuaje a mí también, porque me hace recordar que él convirtió ese sobrenombre denigrante, en amor. Amor.

4 comentarios:

  1. Buen giro a un hecho absurdo. Algunas madres son...

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  2. male que lindo escribes.. me encanto! Que mas quisiera yo que ser menos blanco y ser un poco mas "capuli".
    besos!!
    www.elroperodegaby.com

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